¿No hay judios progresistas o de izquierda en Israel?

Genocidio en Gaza: ¿No hay judíos progres en el Estado de Israel que frenen a Netanyahu?

El conflicto desatado tras el ataque del 7 de octubre de 2023 por parte de Hamas ha derivado en una catástrofe humanitaria de enorme magnitud en la Franja de Gaza. Aquel día, comandos de Hamas irrumpieron en comunidades del sur de Israel, matando a alrededor de 1.200 personas –en su mayoría civiles– y secuestrando a unas 250 que fueron llevadas cautivas a Gaza.

Este ataque brutal, que incluyó masacres de familias enteras y la toma de rehenes, sirvió de justificativo para que el gobierno de Israel lanzara una invasión y bombardeo masivo sobre Gaza en nombre de su defensa y seguridad nacional. Sin embargo, el contrapunto entre las víctimas iniciales israelíes y el inmenso número de víctimas palestinas desde entonces plantea serias dudas sobre la proporcionalidad y las verdaderas intenciones de esta campaña militar.

Desde el comienzo de la ofensiva israelí, Gaza ha sufrido una devastación sin precedentes. Según el Ministerio de Salud gazatí, hasta septiembre de 2025 la guerra en Gaza ha dejado al menos 64.871 palestinos muertos y 164.610 heridos. Entre los fallecidos se cuentan miles de niños –cerca de un 30% del total de víctimas mortales son menores de 18 años– y familias enteras borradas del registro civil. La cantidad de muertos y lesionados palestinos difiere abismalmente de las bajas israelíes sufridas en el ataque de Hamas: a los fallecidos del 7 de octubre se suman unos pocos centenares de soldados israelíes caídos en combate durante la campaña en Gaza, mientras que más de 60.000 civiles gazatíes (hombres, mujeres, ancianos y niños) han perdido la vida bajo las bombas israelíes.

Esta desproporción extrema en el sufrimiento –decenas de miles de vidas palestinas arrebatadas en respuesta a las víctimas israelíes iniciales– ha llevado a muchos observadores a calificar la represalia de Israel como una venganza desmedida y un castigo colectivo contra toda la población de Gaza.

La mayoría de las víctimas en Gaza han sido civiles, no combatientes. Diversas fuentes –incluyendo investigaciones de prensa y organismos humanitarios– confirman que la población civil está soportando el grueso de la mortandad. Un análisis de The Guardian junto a organizaciones israelíes halló que, por cada miliciano de Hamas abatido por Israel, aproximadamente cinco civiles palestinos han sido asesinados. En otras palabras, la relación de bajas civiles a combatientes sería de 5 a 1, lo que revela que la respuesta militar israelí está causando un daño indiscriminado y masivo a la población de Gaza. De hecho, ya para mayo de 2025 se estimaba que alrededor del 83% de los muertos en Gaza eran civiles ajenos a la lucha.

Esta realidad ha sido condenada por organismos internacionales: Save the Children señaló que en las primeras tres semanas de bombardeos murieron más niños en Gaza que en todos los conflictos armados del mundo en los últimos cuatro años combinados. Naciones Unidas y grupos de derechos humanos han advertido que semejante cifra de civiles masacrados puede constituir crímenes de guerra e incluso genocidio. La directora de UNICEF para la región declaró que el número de niños palestinos muertos es “una mancha creciente en la conciencia colectiva de la humanidad”. En este contexto, resulta difícil ver la ofensiva únicamente como una operación de seguridad; muchos la perciben más bien como una campaña de castigo y exterminio contra un pueblo entero, amparada en el trauma sufrido en Israel.

El gobierno de Benjamín Netanyahu justificó su embate afirmando que el objetivo era “destruir a Hamas” para que nunca más pudiera amenazar a Israel. Sin embargo, la claridad y factibilidad de ese objetivo han sido puestas en duda. Analistas militares señalan que “destruir Hamas” es un propósito tan vago que podría perseguirse indefinidamente sin un criterio claro de victoria.

A casi dos años de guerra, la realidad confirma esos temores: pese a haber reducido gran parte de Gaza a escombros y haber matado o herido a uno de cada diez habitantes de la franja (sobre una población previa de 2,3 millones), la estructura de Hamas dista de ser eliminada por completo. De hecho, incluso después de intensos bombardeos y incursiones terrestres que causaron decenas de miles de muertes, la mayoría de los miembros de Hamas y la Yihad Islámica siguen con vida y operativos.

Altos mandos israelíes han admitido de forma anónima que el ejército se enfocó en “contar cadáveres” de presuntos militantes como si fuera un marcador de éxito, en ausencia de una estrategia política de fondo. Pero “matar militantes” se volvió un fin en sí mismo, sin planificar quién gobernaría Gaza si Hamas caía ni cómo evitar un vacío de poder.

Un alto oficial occidental describió los ataques israelíes recientes como “otra tirada de dados perdida”, advirtiendo que repetir las mismas tácticas no dará resultados distintos: “Esto no va a funcionar. Va a ser más de lo mismo” sentenció, aludiendo a la futilidad de prolongar la guerra sin un horizonte político claro. En suma, el objetivo declarado parece incumplible, y la guerra corre el riesgo de volverse permanente, con un costo humano insoportable, si la meta es tan indefinida que nunca se considera alcanzada.

Por otra parte, diversos críticos sostienen que Israel ha aprovechado la excusa de la defensa para avanzar agendas territoriales históricas. Bajo el paraguas de la guerra contra Hamas, Israel ha expandido de facto su control sobre partes de Gaza. El ejército impuso una amplia “zona de seguridad” (buffer zone) dentro del territorio gazatí, arrasando áreas enteras. En 2024 se reveló que esta franja de ocupación se extendía hasta 3 km dentro de Gaza en algunos sectores y para 2025 al menos el 50% del territorio de la Franja estaba bajo control militar israelí –incluida una franja que conecta el norte con el sur (el llamado Corredor Netzarim)-.

Para lograrlo, las tropas israelíes arrasaron barrios densamente poblados y tierras agrícolas: cinco soldados israelíes dieron testimonios ante AP que recibieron órdenes de destruir cultivos, árboles, invernaderos e infraestructuras civiles en esa zona tampón. Decenas de nuevas bases militares israelíes surgieron sobre suelo gazatí desalojado. Organizaciones como Human Rights Watch han advertido que esta remoción permanente de la población local configura una limpieza étnica: “estaba claro que [los palestinos expulsados] nunca serían permitidos a regresar” a esas áreas, afirmó una investigadora de HRW.

En otras palabras, la campaña no solo busca neutralizar a Hamas, sino redibujar el mapa: bajo el argumento de crear “zonas seguras” para Israel, se está reduciendo y fragmentando el territorio habitable para los gazatíes. Varios ministros de la línea dura israelí lo han dicho sin tapujos: “Gracias a Dios por el regreso al conflicto” como exclamó el ministro Bezalel Smotrich al reanudarse los ataques, celebrando que ahora la guerra “lucirá completamente diferente” y prometiendo “removilizar con fuerza y determinación hasta la victoria”, aunque ello signifique expulsar a cientos de miles de personas de Ciudad de Gaza.

Tales declaraciones alimentan el temor de que el objetivo oculto sea vaciar Gaza y quizás ampliar el territorio bajo control israelí, aprovechando el caos de la guerra para realinear fronteras de facto. Esta perspectiva convierte el discurso de la “autodefensa” en una cortina de humo peligrosa, detrás de la cual se estaría perpetrando una transformación demográfica y territorial irreversible en Gaza.

La figura del primer ministro Benjamín Netanyahu ocupa un lugar central en esta tragedia y en sus motivaciones. Netanyahu llegó al conflicto en medio de gravísimos problemas internos: enfrentaba un juicio por corrupción (por cargos de fraude, cohecho y abuso de confianza) y una ola de protestas masivas en Israel contra sus polémicas reformas judiciales que amenazaban la democracia. Para mediados de 2023, su gobierno –la coalición más derechista en la historia del país– estaba políticamente contra las cuerdas. La devastadora brecha de seguridad que permitió el ataque de Hamas el 7 de octubre fue vista por muchos israelíes como un enorme fracaso de Netanyahu, aumentando los llamados a su renuncia.

Sin embargo, la guerra en Gaza cambió la narrativa en un instante. Como suele ocurrir en tiempos de crisis, una porción importante de la ciudadanía cerró filas tras el liderazgo gubernamental, postergando las rencillas internas. Más cínicamente, se puede decir que Netanyahu encontró en la guerra una tabla de salvación para su carrera política. De hecho, a medida que el conflicto se prolonga, ha logrado dilatar o desviar la atención de sus problemas legales y políticos. El propio día en que decidió romper un alto el fuego en Gaza y reanudar los bombardeos, se pospuso su comparecencia en el juicio de corrupción y quedaron opacadas las protestas en su contra que estaban previstas por el despido del jefe de la agencia de seguridad Shin Bet.

“De pronto esos problemas parecían menos importantes”, observó la prensa, porque Netanyahu había “vuelto a la guerra”. Según el exdiplomático israelí Alon Pinkas, los golpes militares ordenados por Netanyahu a veces no tienen “ningún significado militar ni objetivo político”, sino que responden meramente a “política de supervivencia” personal del primer ministro. Numerosos opositores lo acusan de instrumentalizar el conflicto para su beneficio: “ha manipulado consistentemente la guerra de Gaza con fines políticos propios”, denunciaron sus rivales.

Incluso el presidente de EE.UU., Joe Biden, insinuó en junio de 2025 que Netanyahu mantenía la guerra para evitar enfrentar sus líos internos, diciendo que había “razones para concluir” que la prolongaba por motivaciones políticas más que estratégicas. En pocas palabras, Netanyahu necesita la guerra para sobrevivir políticamente, ya que la paz expondría inmediatamente sus flaquezas domésticas y podría precipitar su caída. Esta dinámica perversa –un líder aferrado al poder que alimenta un conflicto permanente para evitar rendir cuentas– agrava aún más la tragedia, pues si el alto al fuego amenaza su posición, tendrá incentivos para que la guerra nunca termine.

Un aspecto intrigante de esta crisis es la ausencia de un movimiento de paz masivo dentro de Israel clamando por el fin de la ofensiva, algo que algunos esperaban dada la magnitud de la matanza en Gaza. Una hipótesis que ha surgido es que la mayoría de los judíos progresistas o pacifistas simplemente no están en Israel, sino en la diáspora, lo que explicaría por qué no se ven protestas más multitudinarias en las calles israelíes exigiendo un cese al fuego.

Dentro de Israel, el trauma colectivo por la masacre de octubre y el miedo constante a Hamas han generado un amplio apoyo popular a la campaña militar. Las voces disidentes son minoritarias y, en algunos casos, han enfrentado rechazo social e incluso medidas represivas. Aun así, ha habido protestas significativas en Israel pidiendo un fin a la guerra, aunque focalizadas sobre todo en los familiares de rehenes y no en frenar el genocidio como piden miles de judíos desde el exilio.

En agosto de 2025, miles de israelíes participaron en una huelga nacional convocada por las familias de los cautivos, bloqueando carreteras y exigiendo a Netanyahu que alcance un acuerdo para liberar a los rehenes y detener la guerra. Con pancartas de “que vuelvan vivos” y consignas por la santidad de la vida, estos manifestantes desafiaron la línea dura gubernamental. Netanyahu desestimó sus reclamos acusando que “pedir el fin de la guerra fortalece la posición de Hamas” y que abandonar la lucha ahora sería invitar a nuevas masacres como las del 7 de octubre.

La policía reprimió varias de esas concentraciones, deteniendo a decenas de participantes. En contraste con la relativa contención del disenso interno, en las comunidades judías del exterior sí se han visto movilizaciones masivas contra la guerra. En ciudades de Europa y Norteamérica, decenas de miles de personas –incluyendo a muchos judíos progresistas– han salido a marchar bajo el lema “cese al fuego ya”. En Washington D.C., por ejemplo, se produjo en octubre de 2023 la mayor protesta judía en solidaridad con Palestina jamás registrada, congregando a unos 5.000 judíos estadounidenses que corearon “No en nuestro nombre” y “Alto al genocidio” frente al Capitolio.

Organizaciones de la diáspora como Jewish Voice for Peace o IfNotNow han encabezado actos de desobediencia civil para denunciar lo que llaman “la guerra genocida de Israel contra los palestinos”. Estas expresiones sugieren que el ala progresista judía a nivel mundial está muy activa, pero sus integrantes en muchos casos viven fuera de Israel –ya sea porque emigraron desencantados con las políticas derechistas del país, o porque forman parte de comunidades históricamente asentadas en otros países. La consecuencia es que, dentro de Israel, casi no hay una masa crítica que presione por la paz, y quienes lo intentan (grupos pacifistas locales, organizaciones de izquierda judío-árabes como Standing Together, etc.) son rápidamente tachados de antipatriotas o silenciados. Como señaló Alon-Lee Green, líder de Standing Together, “nos negamos a luchar por este gobierno ilegítimo que solo combate ahora para permanecer en el poder”, dejando claro que existe una oposición interna a la guerra, aunque minoritaria y prácticamente sin influencia sobre las decisiones del régimen de Netanyahu.

En el terreno internacional, crece el consenso en que lo que ocurre en Gaza ha sobrepasado todos los límites legales y morales. Diversos actores han comenzado a nombrar las acciones de Israel por lo que parecen ser. En septiembre de 2025, un informe oficial de la ONU –emitido por la Comisión Independiente de Investigación sobre Territorios Palestinos Ocupados, presidida por la exjueza sudafricana Navi Pillay– concluyó que Israel ha cometido genocidio en Gaza.

Esta es la primera vez que un organismo de la ONU aplica formalmente la etiqueta de genocidio a la conducta israelí: el informe señala que las autoridades israelíes muestran “intención genocida” de destruir total o parcialmente al pueblo palestino en Gaza, citando declaraciones de líderes (incluido Netanyahu) que deshumanizan a los gazatíes o llaman a “aniquilarlos”, así como patrones de ataque que evidencian un intento deliberado de destruir a la población.

La comisión identificó individualmente al propio Netanyahu, a su exministro de Defensa Yoav Gallant y al presidente Isaac Herzog como responsables clave de esta política exterminadora, aunque jurídicamente subrayó que es el Estado de Israel en su conjunto el que está incurriendo en el crimen de genocidio. La reacción oficial israelí fue furibunda: su cancillería tachó el reporte de “falso” y acusó a los autores de ser “portavoces de Hamas”, rechazando por completo las conclusiones.

Pero el dictamen de la ONU se suma a otras acciones jurídicas en curso: Sudáfrica presentó en 2023 una demanda contra Israel ante la Corte Internacional de Justicia por genocidio y la Corte Penal Internacional (CPI) –que ya investigaba posibles crímenes en Palestina– ha emitido órdenes de arresto contra Netanyahu y otros altos funcionarios por crímenes de guerra y de lesa humanidad en Gaza. De hecho, según reportes de prensa, Netanyahu es considerado “prófugo” por la CPI al rehusar cooperar con la investigación sobre Gaza.

Varios países europeos, tradicionalmente aliados de Israel, han expresado crecientes críticas a la “respuesta desproporcionada” y han pedido pausas humanitarias o un alto el fuego permanente, aunque hasta ahora sin éxito concreto. Cabe señalar que Estados Unidos –aliado clave de Israel– ha seguido respaldando públicamente la línea dura de Netanyahu, oponiéndose a un cese al fuego total. No obstante, incluso en EE.UU. se han oído voces de dimisión interna: un alto funcionario del Departamento de Estado renunció en 2023 denunciando el “apoyo ciego” del gobierno estadounidense a una campaña que calificó de “cortoplacista, destructiva, injusta y contraria a los valores que proclamamos”.

La presión moral internacional va en aumento, y la palabra “genocidio” –antes casi impensable de utilizar en este contexto– hoy resuena en protestas, debates parlamentarios y titulares alrededor del mundo.

A la luz de todo lo anterior, la guerra en Gaza se revela como una tragedia de dimensiones históricas, marcada por el dolor de dos pueblos pero también por asimetrías abrumadoras y cuestionables motivaciones políticas.

Nadie discute que Israel tiene derecho a defenderse del terrorismo y a buscar justicia por los terribles crímenes cometidos por Hamas el 7 de octubre de 2023. Las víctimas israelíes de aquel día –hombres, mujeres, niños asesinados o secuestrados– merecen memoria y justicia. Sin embargo, la venganza desatada supera cualquier límite razonable de defensa. Cuando la legítima defensa se convierte en destrucción masiva, pierde legitimidad y se transforma en agresión.

Hoy Gaza agoniza: sus ciudades están en ruinas, miles de familias quedaron destrozadas, cientos de miles de personas vagan desplazadas, hambrientas y traumatizadas. Y a pesar de toda esta devastación, el objetivo de seguridad proclamado por Israel no está más cerca de lograrse. Hamas, aunque debilitado, no ha sido aniquilado; el odio y el deseo de revancha probablemente han echado raíces más profundas en una nueva generación de palestinos que solo ha conocido muerte y despojo.

La comunidad internacional, incluyendo a aliados de Israel, comienza a comprender que esta carnicería no traerá la paz, sino que siembra las semillas de futuros conflictos aún más sangrientos. Cada día que pasa sin un alto al fuego significa más vidas inocentes perdidas, tanto palestinas como israelíes (recordemos que varios rehenes israelíes también han muerto bajo las bombas de su propio ejército en Gaza).

En este escenario tan oscuro, alzar la voz por un cese al fuego inmediato no es estar “a favor de Hamas” ni “en contra de Israel”, es estar a favor de la vida y la dignidad humana. Es exigir que la defensa de unos no se construya sobre el genocidio de otros. Es recordar, en definitiva, que ninguna seguridad puede cimentarse en la exterminación. Israel, un pueblo nacido del trauma de un genocidio histórico, enfrenta en este momento una encrucijada moral: seguir un camino de venganza ilimitada que arrase con Gaza (y con los propios valores éticos que dice defender), u optar por la difícil senda de la contención y la justicia, deteniendo la matanza y buscando soluciones políticas a un conflicto que, está visto, no tiene salida militar.

Por respeto a todas las víctimas –israelíes y palestinas, presentes y futuras–, la única respuesta sensata y humana es detener ya esta espiral de violencia antes de que termine de devorarnos a todos.

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