En una nota anterior contábamos que el gobierno de Estados Unidos había inaugurado una nueva doctrina: hundir lanchas en el Caribe y el Pacífico con misiles y drones, sin detenerlas ni revisar qué llevan, y anotar a todos los muertos como “narcoterroristas”. Desde septiembre ya son entre 70 y 80 las personas ejecutadas en al menos 20 ataques, según los propios reportes de Washington.
La novedad de esta semana es que empezamos a saber quiénes eran algunos de ellos, y que el miedo se extendió tanto que miles de pescadores venezolanos y colombianos están dejando de salir al mar para no convertirse en daño colateral.
Una investigación de la Associated Press y Telemundo reconstruyó la vida de varios de los muertos que partieron desde la península de Paria, en el noreste de Venezuela. Uno era un pescador que apenas conseguía 100 dólares al mes y aceptó viajar en una lancha para poder comprar un motor propio. Otro había sido cadete militar y estaba desocupado. Un tercero era chofer de colectivo, quebrado por la crisis. Solo uno de los casos analizados encajaba en el molde del delincuente profesional. Todos estaban en la misma lista de “narcoterroristas” que el presidente norteamericano exhibe como trofeos en sus redes. La gran mayoría de los que iban en lanchas con droga no eran más que «perejiles». Esta es la famosa lucha contra las drogas de los Estados Unidos de Trump: millones y millones diarios en despliegue militar para matar pobres sin tocar a los verdaderos beneficiados del narcotráfico en sus países de origen pero también en el país del norte.
El gobierno venezolano ya había denunciado que los once tripulantes de una de las primeras lanchas atacadas no eran miembros de ninguna banda, y calificó la acción como “un asesinato”. Poco después sumó otra acusación: la Marina estadounidense abordó durante ocho horas un barco atunero venezolano con nueve pescadores a bordo, en aguas que Caracas considera propias. Nadie murió en ese operativo, pero el mensaje fue el mismo: si flotás cerca de la ruta de la cocaína, la vida de tus tripulantes vale menos que un informe de prensa en Washington.
En Colombia el impacto ya no se mide solo en muertos sino en economía paralizada. En la Guajira, un pescador llamado Alejandro Carranza murió tras un ataque estadounidense que su propio gobierno afirma que ocurrió en aguas territoriales colombianas. Desde entonces, comunidades enteras del Caribe y del Pacífico decidieron congelar sus faenas: en zonas como Taganga, Berrugas o el litoral nariñense, los pescadores artesanales redujeron o directamente suspendieron la salida de lanchas por miedo a ser confundidos con narcos y volados por un misil o un dron.
Los relatos se repiten: familias que viven al día, cooperativas que no pueden pagar combustible ni deudas porque dejaron de pescar, plantas de procesamiento semi paralizadas, mercados que empiezan a notar la falta de pescado fresco. En San Andrés, organizaciones locales calculan que las faenas se redujeron hasta un 30 % por el temor a los bombardeos. Lo que se presentaba como una campaña quirúrgica contra lanchas cargadas de cocaína está dejando algo mucho más concreto: pueblos costeros con la economía congelada por miedo.
Del lado venezolano el cuadro es parecido. Pescadores del oeste del país, frente a Trinidad y Tobago, cuentan que desde que comenzaron los ataques de Estados Unidos a lanchas en el Caribe ya no se animan a alejarse demasiado de la costa, y que muchos viajes se cancelan si ven luces extrañas en el horizonte. La pesca artesanal, que para miles de familias es la frontera entre comer y no comer, se vuelve una ruleta rusa donde cualquier error de radar puede terminar en cuerpo calcinado en el lecho marino y etiqueta de “narcoterrorista”.
La respuesta política no tardó. Gustavo Petro ordenó suspender el intercambio de inteligencia con las agencias de seguridad de Estados Unidos y calificó los ataques como “ejecuciones extrajudiciales” contra pequeños lancheros. Reino Unido y Países Bajos tomaron decisiones similares, dejando en evidencia que ni los socios tradicionales están dispuestos a avalar una campaña sin pruebas públicas sobre quiénes eran los muertos y qué llevaban realmente esas embarcaciones.
La Casa Blanca insiste, con cálculos númericos llenos de magia, en que cada bote destruido “salva 25.000 vidas estadounidenses” y que hundir embarcaciones es una forma eficaz de cortar la cadena del narcotráfico. Sin embargo, los propios datos del gobierno muestran que, mientras se suman cadáveres en el Caribe, el flujo de cocaína hacia Estados Unidos no se ha reducido de forma significativa. Lo que sí se reduce, y rápido, es la actividad económica legal en las costas de Venezuela y Colombia: menos pesca, menos ingresos, más dependencia de remesas y subsidios estatales.
Cuando uno mira el mapa completo, la campaña de hundimientos tiene menos que ver con combatir el narcotráfico y más con disciplinar a dos gobiernos que no se alinean con la agenda de Washington. Venezuela lleva años bajo sanciones, amenazas de intervención y recompensas millonarias por la cabeza de su presidente. Colombia, con Gustavo Petro, se animó a cuestionar la “guerra contra las drogas” y a revisar la relación militar con Estados Unidos. La señal es clara: si desafían la estrategia del norte, los barcos que navegan frente a sus costas pueden ser declarados blancos legítimos sin juez ni jurado.
Mientras tanto, los verdaderos narcos siguen haciendo números. Analistas consultados por la propia prensa estadounidense advierten que el fin o la erosión de la cooperación en inteligencia con Colombia deja un enorme agujero en la capacidad real de seguir la ruta del dinero y de los grandes cargamentos. Menos información, más ruido militar, más lanchas hundidas con pobres a bordo: la ecuación perfecta para que los carteles se adapten y las comunidades costeras paguen la cuenta.
La película, vista desde el sur, es bastante menos épica que el discurso oficial. Desde una oficina en Washington se aprieta un botón y, a miles de kilómetros, explota una lancha donde viajan un pescador endeudado, un ex cadete sin futuro, un chofer de colectivo sin trabajo. Sus familias dan testimonio ante periodistas que llegan días después. Los vecinos dejan de salir al mar. Los precios del pescado suben. Los gobiernos locales rompen acuerdos de inteligencia que costaron décadas construir. Y en la próxima conferencia de prensa alguien volverá a decir que todo esto es por “la libertad” y “la lucha contra el narcotráfico”.
El saldo real es otro: una flota que hunde inocentes, dos países condicionados económicamente y una región entera que entiende que, para la potencia del norte, la vida de los pescadores vale menos que el mensaje disciplinador que dejan los restos de una lancha humeando en el mar Caribe.

