La historia suele repetirse, primero como tragedia y luego como farsa. En los años ’90, México vivió la tragedia del llamado “Efecto Tequila”: una debacle financiera que llevó al entonces presidente Ernesto Zedillo a implorar auxilio a Washington.
Y Washington acudió, sí – pero con un salvavidas cargado de plomo. El plan de rescate estadounidense de 1995 fue presentado como un gesto de ayuda solidaria, cuando en realidad venía con un manual de condiciones escrito en letra chica y en inglés. A cambio de ~20.000 millones de dólares emergentes del Tesoro de EE.UU., México tuvo que hipotecar su soberanía económica: puso su renta petrolera en garantía de pago, de modo que si México flaqueaba en los vencimientos, Washington podría intervenir directamente las cuentas donde se depositaban los ingresos por exportación de crudo y cobrarse automático. Fue un acuerdo inédito y humillante: se negoció a espaldas del Congreso mexicano y por encima de la soberanía nacional.
Lo admite sin rodeos un exnegociador del propio Banco de México: aquello fue un pedido “muy delicado” que pasó por alto al poder legislativo mexicano y vulneró la autodeterminación económica del país. Además, Estados Unidos exigió un severo ajuste fiscal “ortodoxo” y transparencia total en las cuentas del Banco Central mexicano – nada de maquillajes ni datos dosificados; a partir de entonces Washington vigilaría cada movimiento contable de México.
En resumen, la “ayuda” venía con condicionalidades draconianas: recortes sociales, supervisión intrusiva y la joya de la corona (el petróleo) en prenda. Más claro, echarle agua: Zedillo, en su desesperación, entregó las llaves de la economía mexicana al Tesoro de los Estados Unidos. No es exageración – años después se lo recriminarían abiertamente: fue él quien pactó un rescate que hipotecó la soberanía económica del país y convirtió de paso el rescate bancario (Fobaproa) en una losa de deuda pública que aún hoy asfixia a generaciones de mexicanos.
Washington, por supuesto, no actuó por altruismo sino por frío cálculo. El entonces presidente Bill Clinton entendió que dejar caer a México podía encender una mecha financiera global que acabaría incendiando Wall Street. Su “rescate” fue en realidad un salvataje a los bancos y fondos de inversión internacionales – a los acreedores imprudentes que habían apostado al peso mexicano y que, de no mediar el auxilio, habrían perdido miles de millones.
El Tesoro estadounidense actuó en defensa de los actores del sistema financiero (los suyos) y quiso resultados inmediatos. Como dijo un negociador mexicano, “el Tesoro es más duro que el FMI”: no vino a cuidar a México sino a garantizar que Wall Street cobrara hasta el último centavo. Y vaya si lo hizo: México terminó pagando la deuda adelantadamente en 1997, con más de 500 millones de dólares extra en intereses – una “buena inversión”, llegó a jactarse Clinton. El mensaje quedó claro: los rescates made in USA no son cheques en blanco sino contratos leoninos donde el deudor agradece de rodillas mientras el acreedor fija las reglas.
Ahora bien, ¿a qué costo interno se logró la “estabilidad” mexicana? Porque ese es el otro lado de la historia que los tecnócratas prefieren minimizar. La medicina que recetó Washington logró frenar la hemorragia financiera, sí, pero dejó al paciente con secuelas graves. La crisis de 1994-95 fue la más profunda en la historia moderna de México, y sus estragos sociales fueron descomunales.
El peso se desplomó, la inflación se disparó y el PIB cayó más de un 6% en 1995 – el peor derrumbe desde la Gran Depresión. Las tasas de interés superaron el 100% en los primeros meses, pulverizando el crédito. El desempleo abierto se duplicó en cuestión de meses y millones de mexicanos perdieron sus trabajos.
La pobreza se disparó a niveles inéditos: la mitad de la población cayó por debajo de la línea de pobreza tras el “Tequilazo”, borrando de un plumazo los magros avances sociales previos. “El fracaso de toda una generación” llaman algunos a ese período: se evaporó la movilidad social y para la mayoría sobrevivir pasó a ser la única meta. El Estado mexicano quedó desfondado; para sostener a sus bancos quebrados tuvo que instaurar el infame Fobaproa, ese rescate bancario que se convirtió en deuda pública y que los mexicanos siguen pagando hasta el día de hoy. En otras palabras, se socializaron las pérdidas privadas: los banqueros fueron salvados, pero el pueblo cargó con la deuda. ¿Soberanía económica? Bien, gracias.
Peor aún, la crisis y el “shock” neoliberal recetado contribuyeron a fertilizar el terreno para el narcotráfico. Aquí es donde la tragedia económica devino en tragedia social con ribetes de ironía sangrienta. Resulta que mientras México se sometía al ajuste dictado desde Washington, los carteles de la droga aprovechaban el río revuelto para expandir su imperio.
Un estudio de la UNESCO sugirió que la bonanza ficticia previa a la crisis mexicana estaba alimentada por dinero ilícito: el famoso efecto tequila tenía su contracara en un “efecto cocaína”, una inyección subterránea de capital narco que inflamó artificialmente la economía antes del colapso. Y tras el colapso, vino el festín para los delincuentes: campesinos arruinados por la apertura comercial y el fin de los subsidios se volcaron al cultivo de marihuana y amapola para sobrevivir, hallando en el narcotráfico la única vía de sustento.
Al mismo tiempo, legiones de desempleados urbanos se convirtieron en mano de obra para los cárteles, mientras policías y soldados mal pagados –y fácilmente sobornables– aportaron los músculos para proteger sus negocios. La descomposición institucional hizo el resto: cuerpos policiales corruptos, estado débil y sociedad desmoralizada, un cóctel perfecto que permitió que formas mayores de criminalidad florecieran al amparo de la impunidad.
La ironía es brutal: el mismo modelo de libre mercado que se imponía como panacea facilitó el auge del narco. Con el Tratado de Libre Comercio (NAFTA) se disparó el tráfico transfronterizo y, entre la avalancha de mercancías “legítimas”, los narcos colaron su producto ilícito con mayor facilidad. Hubo reglas del libre comercio especialmente útiles para el crimen: fábricas maquiladoras con mínimas inspecciones aduaneras sirvieron de fachada para exportar cocaína al norte. México abrió sus fronteras al comercio, y los narcos abrieron nuevas rutas para la droga.
No solo eso: el vendaval privatizador de los ’90 también dio alas a la economía del narco. Durante el salinismo y el zedillismo, se vendieron infinidad de empresas estatales al mejor postor –y adivine quiénes estaban entre los postores. Narcotraficantes con dinero sucio y cómplices en el poder pudieron comprar empresas y bancos, blanqueando su influencia.
Como señaló el analista Jean-François Boyer, las privatizaciones de 1989-1995 permitieron que los narcos, con complicidad del Estado, se convirtieran en un poder económico legal. El resultado: un “narco-capitalismo” imbricado con la economía formal. De hecho, a fines de los ’90 el negocio de la cocaína generaba en México más dinero que la exportación de petróleo – unos 10 mil millones de dólares anuales, superando a Pemex. Para un país orgulloso de su petróleo, es trágico constatar que la cocaína llegó a rendir más divisas que el crudo.
El narcotráfico ascendió de actividad clandestina tolerada a gigante económico con poder para corromperlo todo, en buena medida gracias a las circunstancias creadas o agravadas por la crisis y las “recetas” impuestas para superarla. Washington exigía mano dura antidrogas a México –cada año evaluaba con su cínica “certificación” si los mexicanos combatían “lo suficiente” al narco–, pero esa guerra quedó perdida de antemano.
Zedillo, alineado dócilmente con la estrategia prohibicionista dictada por EE.UU., reforzó la subordinación de la política mexicana a los intereses de Washington. ¿El resultado? Décadas de sangre y fuego: se capturaron capos, sí, pero la hidra del narco se multiplicó en cárteles más fragmentados y violentos, mientras el flujo de drogas al norte jamás se detuvo. En suma, México pagó su rescate cediendo soberanía económica y, como daño colateral, vio recrudecer una violencia criminal que sigue cobrándose vidas. La violencia del narco creció al calor de las mentiras del “rescate milagroso” y del “gobierno corporativo” que vino de la mano.
Si todo esto suena a historia conocida, Argentina haría bien en tomar nota antes de tropezar con la misma piedra. Hoy, algunos en Buenos Aires parecen ilusionados con el apoyo norteamericano al gobierno de Javier Milei, a modo de salvavidas para nuestra propia crisis. ¿La condición obvia? Garantías de repago “seguras”. En el antecedente mexicano eso significó entregar la renta petrolera como aval, así que no cuesta imaginar qué querrían de Argentina: ¿Vaca Muerta, tal vez? ¿O directamente la sumisión total de nuestra política económica a sus designios?
Al fin y al cabo, el propio Scott Bessent lo ha dicho sin pudor: el rescate en estudio no es ninguna ayuda desinteresada, sino una operación pensada para proteger las inversiones y ahorros de Estados Unidos – los beneficiarios principales no serían los argentinos sino los fondos que administran el dinero de los trabajadores norteamericanos.
La máscara se cayó: nos ofrecerán dólares, sí, pero atados con piolines que ellos manejarán. Incluso hubo ya voces de alerta en Washington: la senadora Elizabeth Warren denunció que eso sería “un rescate a un amigo corrupto pagado por los contribuyentes estadounidenses”. Y la respuesta del Tesoro fue reveladora, casi un sincericidio: no negaron el carácter de salvataje político, solo retrucaron que servirá para que Wall Street recupere su plata y los fondos de pensión de EE.UU. salgan airosos, como pasó en México. Es decir, nos ven como una pieza más en su tablero geopolítico-financiero y no precisamente una dama o una torre, apenas un simple peón sin voz.
Argentina debería ver en el espejo mexicano un aviso parroquial de peligro. Porque si algo nos enseña el rescate de 1995 es que cuando llega la “ayuda” del Tío Sam, viene con su factura adjunta. México salvó a sus acreedores pero perdió pedazos de su autonomía económica, sufrió años de ajuste brutal y abrió la puerta a males mayores como el narcotráfico desbocado. ¿Queremos repetir ese libreto?
Cada condición impuesta, cada garantía entregada, será un nuevo clavo en el ataúd de nuestra soberanía. El precedente mexicano es una advertencia clara: los “rescates” financieros de Washington pueden ser el beso de la muerte para la autonomía y el bienestar a largo plazo de un país. Javier Milei –tan afecto a hablar de libertad– haría bien en recordar que no hay libertad posible cuando las decisiones las toman desde Wall Street y el Departamento del Tesoro. Entréguele uno la economía al “aliado” del Norte, y acabará descubriendo que el aliado se convierte en patrón.
En los ’90 nos vendieron el cuento de las “medicinas amargas” y las “lágrimas y sudor” necesarios para salir de la crisis. México se tragó aquella receta y sigue sufriendo algunos de sus efectos secundarios décadas después. Argentina, hoy al borde de su enésimo colapso, debe aprender de esa experiencia ajena. La perspectiva de un nuevo Tequila con gusto a farsa –ahora con sabor a malbec y dólar– no debería entusiasmarnos, sino alarmarnos. Porque detrás de los discursos de “cooperación” y “ayuda” siempre hay intereses muy concretos. Al final del día, el que paga las cuentas manda, y si permitimos que Washington pague nuestras cuentas, mandará sobre Buenos Aires.
La lección aplicada a la economía es esta: los poderosos te hablan de salvarte mientras te ponen de rodillas. El “rescate” de México fue aplaudido en su momento como éxito técnico, pero sus víctimas colaterales fueron un pueblo endeudado, empobrecido y un Estado atado de manos. Que Argentina no se deje engañar por los cantos de sirena de un salvataje milagroso. No vaya a ser cosa que, en unos años, estemos lamentando nuestra propia pérdida de soberanía y un nuevo auge de males sociales, preguntándonos en qué momento creímos que la violencia de la imposición externa era una verdad y no, como siempre, una gran mentira.
El antecedente mexicano brilla como advertencia: mejor resolver nuestros problemas con nuestras propias herramientas, antes que rifar la patria financiera a cambio de dólares con veneno. Las medicinas de Washington pueden curar la fiebre de corto plazo, pero envenenan el organismo a la larga. Y para cuando uno se da cuenta, ya es demasiado tarde: la soberanía se escurre de las manos, y nuevos demonios –los de la violencia, la desigualdad, el narcotráfico y el crimen– se instalan en casa, invitados por la puerta que nosotros mismos abrimos al creer en falsos salvadores.
En conclusión, el “rescate” de 1995 fue un arma de doble filo: estabilizó números, sí, pero profundizó la dependencia, el tejido social roto y el poder del narco. Argentina está a tiempo de no repetir la historia, si la oposición puede hacer algo desde el Congreso o la Justicia. No olvidemos que, a veces, el remedio impuesto resulta peor que la enfermedad, y que la verdadera violencia hacia un pueblo es mentirle con soluciones mágicas que solo ocultan nuevas cadenas.