Dice el Gobierno que esto es “modernización” (lo clásico: si duele es por tu bien). La letra que llegó al Congreso trae jornada extensible vía banco de horas, vacaciones partidas en bloques de una semana y reordenamiento de licencias (menos descanso sostenido, más Excel). El marco permite reorganizar turnos hasta 12 horas diarias si el convenio lo habilita, fragmentar las vacaciones y ajustar el régimen de ausencias (con control médico centralizado). En criollo: más elasticidad arriba, menos previsibilidad abajo (y que el cuerpo aguante).
El corazón financiero está en los juicios: las deudas laborales no podrán devengar intereses por encima del IPC más un 3% anual, un techo que convierte el incumplimiento en un crédito blando (en una economía que no conoce la inflación de manual sino la de fogón). Si sos PyME y perdés, podés además pagar en hasta 12 cuotas; si sos trabajador y ganás, vas cobrando de a cucharitas (ajuste incluido, sí, pero con tasa “pura” que haría sonrojar a cualquier plazo fijo). Es la economía del conflicto barato: estirá, demoremos, licuemos.
La otra pinza está en el acceso a la Justicia: se limita el “cuota litis” al 20% y las costas al 25% del monto. Traducción menos amable: menos estudios tomando causas difíciles, menos chances de litigar si no tenés espalda (y más previsibilidad de costos para quien incumple). No es que se prohíba reclamar; se encarece el boleto de entrada para el débil (con sonrisa).
El ius variandi se viste de “razonabilidad”: el empleador puede cambiar modalidades siempre que no cause perjuicio “material o moral” (palabras hermosas, litigios larguísimos). El trabajador tiene 30 días para cuestionar sanciones. En la vida real, ese umbral lo define el que tiene caja para aguantar el pleito (sugerencia: no es el que viaja en el bondi).
El paquete se completa con “beneficios sociales” no remunerativos y digitalización de recibos (moderno es). Nadie discute la despapelización; lo que se discute es que el salario venga cada vez más trozado en ítems que no aportan a futuras prestaciones (hoy te rinde el ticket, mañana te falta el haber). Y sí, también aparecen los “tickets” estilo canasta o restaurante en la nómina 4.0 (nada más posmoderno que cobrar el almuerzo mientras te licúan el despido). Te das cuenta, volvimos a vivir en los noventa.
Para el frente empresario hay caramelos con envoltorio dorado: bono de crédito fiscal por nuevas contrataciones durante 12 meses, con alícuotas crecientes según tamaño (100% micro, 75% pequeñas, 50% medianas, 25% resto). Es un alivio real si se contrata neto; si se rota, se subsidia gimnasia de entrada y salida. El oficialismo lo vende como “formalización acelerada”; el riesgo es que quede en promoción de flujo sin stock de empleo decente.
El famoso “empalme” con planes sociales hace su aparición como supuesto puente virtuoso: si conseguís trabajo, te suspenden el plan por hasta 13 meses; si el empleo perdura, baja automática. Suena bien en PowerPoint y vota bien en TV; en mercados inestables puede ser la trampa de la valentía: cuando caiga el contrato en el mes 14, no hay red ni escalera (te pido mil disculpas, es por la macro, fue el contexto).
¿Quién gana acá? En el discurso, “los que quieren trabajar” (spoiler: todos). En la realidad, ganan los que tenían pasivos laborales o temían tenerlos: con IPC+3 y cuotas, el conflicto se hace financiable; con litis al 20% y costas topeadas, el riesgo legal se vuelve predecible. También ganan los que pedían reorganizar turnos y vacaciones al ritmo de la demanda (la fábrica funciona, la gente también). Los que pierden no necesitan presentación: el trabajador que litiga, el que enferma largo, el que acepta el salto al empleo con la red atada con un hilo.
La propaganda oficial insiste en que no se tocan “derechos adquiridos” y que la modernización solo ordena (como si el problema de la vivienda fuera el tamaño del perchero). La clave está en el costo del incumplimiento, no en la definición abstracta de derechos: si es más barato deber que cumplir, la norma reeduca comportamientos (y los incentivos no son un editorial, son un reflejo). El efecto agregado no es neutral; lo prueba la insistencia en las 12 horas por convenio, las vacaciones en piezas y la Justicia con tapón en la boca.
Todo esto ocurre en un ecosistema político alabado desde Washington. Con Scott Bessent como factótum del Tesoro de EE. UU., la administración Trump bendijo la agenda de reformas y hasta montó un andamiaje financiero para estabilizar el peso de cara a la ventana electoral (el Plan Cóndor pero con carry trade y swap). La zanahoria externa pone marco a la receta interna: consolidar “libertades económicas” con mercados laborales dóciles (y sindicatos a dieta). No hay filantropía en la geopolítica: hay timing.
VEM ya lo dijo antes: “pobres contra pobres” es el frame perfecto para que la flexibilización pase por ventanilla VIP. Si el enemigo es “la industria del juicio”, la solución sensata sería reducir el incumplimiento, no abaratarlo. Si el problema es la informalidad, la respuesta es bajar el costo del buen empleo estable, no hacer más barato el despido en cuotas. Cambiar causas cuesta política. Cambiar sanciones solo pide una mayoría circunstancial y un buen vocero.
Queda el detalle más incómodo: la reforma delega en “los convenios” lo que la economía define con el bolsillo. Con desempleo alto (o miedo alto), la negociación empresa por empresa es un ring inclinado. Se la llama libertad de elegir, pero la libertad también se mide por el costo de decir que no (y ese costo sube cuando te recortan el juez, el médico y el tiempo). Que nadie se sorprenda si en dos años los indicadores de duración real del descanso, siniestralidad y litigiosidad cambian menos que la narrativa (la estadística es tímida, pero no miente).
Triste final, la “modernización” de Milei (con bendición Bessent) no inventa el capitalismo ni destruye el feudalismo. Ajusta pernos: interés topeado para el que debe, cuotas para el que paga, tickets para el que cobra, turnos más largos para el que produce y menos red para el que cae. Es un programa coherente con su propio credo: trasladar riesgo desde el capital al trabajo (y contarlo como libertad). Si la economía despega rápido, algunos daños colaterales se tapan con crecimiento. Si no despega, no habrá metáfora que cubra el ruido de la licuadora.

