El atentado contra Cristina Fernández *dejó a dos nombres en primer plano y una sombra detrás. Fernando Sabag Montiel gatilló a centímetros del rostro de la entonces vicepresidenta y Brenda Uliarte lo empujó durante días a hacerlo; hoy ambos ya fueron condenados por el ataque. Lo indiscutible es su responsabilidad material. Lo discutible, y urgente, es todo lo que la investigación no quiso o no supo mirar por encima de sus cabezas.
La causa se cortó por lo fino: autores materiales al banquillo, el resto a la oscuridad. Tres años de expediente dejaron a salvo —o, como mínimo, a resguardo— la pregunta de fondo: ¿hubo instigadores, hubo dinero, hubo logística más allá de la “banda de los copitos”? El juicio oral cerró esa primera parte de la historia, pero no la principal: quiénes alentaron, financiaron o ampararon el plan.
Las pistas existieron. La ultraderecha callejera de Revolución Federal agitó guillotinas, antorchas y “mueran” en redes y plazas; y hubo flujos de dinero vinculados a empresarios con llegada a la política. Esas líneas de investigación estuvieron planteadas y documentadas en el expediente, pero nunca recibieron el impulso que ameritaban. El hilo del financiamiento, clave para entender móviles y mandantes, quedó deliberadamente suelto.
También hubo nombres propios cercanos a la política dura. El “cuando la maten, yo voy a estar camino a la costa” atribuido al diputado Gerardo Milman abrió una ruta obvia que la instrucción primero relativizó, luego demoró y, finalmente, decidió archivar por “falta de elementos”, pese a contradicciones y teléfonos entregados tarde y borrados por especialistas. No se necesitaba construir culpables; alcanzaba con investigar sin miedo. No pasó.
La instrucción inicial estuvo marcada por tropiezos que no parecen fortuitos. El celular de Sabag Montiel fue mal resguardado, peritado sin cadena forense y terminó con información inutilizada; hubo demoras en detener a Uliarte y recolección tardía de dispositivos de testigos clave. La consecuencia es simple: se perdió prueba útil para remontar la trama por encima de los “perejiles”. Esa pérdida no es un detalle técnico: es una decisión que condiciona la verdad.
La querella recusó a la jueza María Eugenia Capuchetti por falta de impulso y sesgo: bloquear líneas, negar medidas, minimizar vínculos, aceptar versiones sin contraste. La Cámara le permitió reasumir más adelante, pero la mancha quedó firme: demasiadas oportunidades desperdiciadas para que la pesquisa subiera un peldaño. Si la Justicia no trepa, el mensaje es que el mandante está a salvo.
Mientras tanto, el juicio oral hizo lo que debía hacer: probar la autoría de los dos detenidos aquella noche y dictar condenas. Pero ese cierre procesal no clausura la pregunta política y criminal que importaba desde el día uno: ¿quién encendió la mecha, quién pagó fósforos y nafta, quién picoteó violencia sobre esos coquitos? Sin esa respuesta, el caso queda amputado, como si el atentado hubiera sido un rayo en cielo sereno y no el punto más alto de una escalada de odio.
El expediente enseñó, además, un hábito tóxico al que nos hemos acostumbrado con la justicia argentina: si la evidencia empuja hacia arriba, se posterga; si incomoda a figuras con poder, se relativiza; si compromete a redes con dinero, se reencuadra como “excesos juveniles”. Pero la violencia política no brota de la nada ni se financia con algodón de azúcar. Requiere clima, recursos, cobertura y, a veces, la vista gorda de quienes deberían cortar el hilo por lo más grueso.
Queda entonces una verdad incómoda: el intento de magnicidio fue obra de dos violentos, sí, pero también de una investigación que eligió no mirar demasiado lejos. Los “perejiles” están presos; la trama de arriba, si existió, sigue invisible por decisión. Y cuando la Justicia decide no ver, no es que falte luz: es que algunos ni siquiera se animan a abrir el libro.