La imagen es casi surrealista: mientras el Ministerio de Economía anuncia otro recorte feroz a la ciencia y a las empresas públicas, una delegación oficial viaja al exterior a buscar inversiones que nunca llegan. La contradicción no es un error de guión, es el programa. Desmantelar el Estado planificador, ahogar de rentabilidad cualquier proyecto que no dé ganancias en 90 días, y rezar para que algún capitalista extranjero se apiade y plante una fábrica. Mientras, los números de la desindustrialización se disparan. Lo que se está perdiendo no es sólo empleo, es la última oportunidad de tener un país soberano.
El modelo es simple y brutal. Se exportan commodities a precio vil –trigo, litio, soja– y con esas migajas se financia la importación de todo lo demás, desde iPhones hasta galletitas o bebidas. Cada dólar que sale por la aduana sin valor agregado es un puesto de trabajo que no se crea en el país y una tecnología que no dominamos. La balanza comercial puede mostrar un número azul por la crisis y la caída de las importaciones, pero la balanza industrial es una hemorragia en rojo. Según la Unión Industrial Argentina, la capacidad ociosa en muchos sectores supera el 40%, y la participación de la industria en el PBI no deja de caer. No es un ciclo económico, es un desarme planificado.
Frente a este panorama, el Gobierno y sus voceros mediáticos tienen una sola respuesta: “No hay plata”. La culpa es del déficit, de los subsidios, de los ñoquis, del kirchnerismo. Cualquier idea de inversión pública estratégica es tildada de “populismo gastador” o “nostalgia setentista”. Pero, ¿y si la verdadera nostalgia es creer que un país se desarrolla repitiendo el modelo de 1890? ¿Y si la austeridad no es la solución, sino el agravante de la enfermedad? Un documento reciente, “10 Industrias Estratégicas” de Leandro Retta, pone sobre la mesa justamente eso: un plan concreto, financieramente viable, para dejar de importar el futuro y empezar a fabricarlo acá.
La propuesta central es cambiar el eje del debate. No se trata de pedirle por favor a las multinacionales, sino de crear un ecosistema donde el desarrollo industrial sea inevitable. ¿Cómo? Con una reforma impositiva inteligente: gravar fuertemente la exportación de materias primas sin procesar y las importaciones de productos terminados que podríamos hacer acá, y usar esa recaudación para financiar institutos autárquicos de fomento sectorial. El ejemplo emblemático es el INCAA: se financia con un porcentaje de cada entrada de cine, no depende del presupuesto nacional, y gracias a eso el cine argentino existe como industria. ¿Por qué no hacer lo mismo con los satélites, el litio o el software?
Ahí está el primer choque con la ideología de la “libertad”. El plan de las 10 industrias requiere un Estado conductor, no un espectador. Requiere creer que los argentinos podemos diseñar nuestros propios satélites (como ya hace ARSAT con INVAP), fabricar nuestras propias baterías de litio (como empieza a hacer Y-TEC), y producir medicamentos cannabinoides en lugar de perseguir a los usuarios. Requiere, sobre todo, una planificación que trascienda los cuatro años y se convierta en política de Estado. Justo lo que este gobierno desprecia y desarma día a día.
Miremos sólo dos casos. El litio, el “oro blanco” del siglo XXI. Argentina es el cuarto productor mundial, pero exporta el carbonato en bruto e importa baterías carísimas. El libro propone crear el Instituto del Litio Argentino (ILA), financiado con un impuesto del 5% a la importación de productos con baterías de litio y una retención del 10% a la exportación de litio crudo. Esos fondos, aproximadamente unos 200 millones de dólares anuales, se usarían para subsidiar la industrialización local, dar créditos para que los hogares tengan electrodomésticos con respaldo energético (heladeras con baterías de litio, por ejemplo) y apoyar a empresas nacionales como Coradir, que ya fabrica autos eléctricos en San Luis. Resultado: sustitución de importaciones, empleo calificado y soberanía energética doméstica. La política actual, en cambio, es regar con beneficios a las mineras extranjeras y rezar para que un día decidan poner una fábrica.
El segundo caso es aún más simbólico: la industria satelital. Argentina es uno de los pocos países del mundo que diseña, produce y opera sus propios satélites de comunicaciones. El plan propone un Instituto Satelital Argentino (ISA) financiado con un impuesto del 3% a la venta de dispositivos que usan tecnología satelital (celulares, autos, tablets). Con unos 330 millones de dólares anuales aproximadamente, se podría lanzar un satélite nuevo por año, garantizando conectividad gratuita básica en todo el país, vigilancia soberana del Mar Argentino y de Malvinas, y un ahorro brutal en alquiler de capacidad extranjera. ¿La política del gobierno? Recortar el presupuesto de ARSAT y CONAE, y poner la conectividad crítica en manos del “mercado”.
La lista sigue: cannabis industrial, energía nuclear, astilleros, software, drones, agroindustria con valor agregado. En cada una, la lógica es la misma: identificar un sector donde tenemos ventajas comparativas (recursos, conocimiento, tradición), crear un ente autárquico que lo fomente con fondos específicos (no del Tesoro), y establecer una escala de beneficios fiscales que premie al que agrega valor en el país y grave al que sólo extrae y exporta. No es magia, es imitar lo que hicieron todos los países que se industrializaron, desde Corea del Sur hasta la Francia de posguerra. Y es, justamente, lo opuesto al fundamentalismo de mercado que nos está primarizando a velocidad récord.
Entonces, la pregunta VEM es inevitable: ¿por qué un gobierno que dice querer “libertad” le tiene tanto miedo a la libertad de producir, de innovar, de crear trabajo argentino? La respuesta huele a colonialismo. El ajuste infinito, el achique del Estado, la entrega de recursos, no son un error técnico. Son la condición necesaria para que Argentina nunca deje de ser el proveedor barato de materias primas y el consumidor cautivo de productos elaborados en otro lado. Matar la industria nacional no es un efecto colateral, es el objetivo. Cada fábrica que cierra, cada científico que se va, cada proyecto satelital que se congela, es un paso más en ese camino.
El plan de las 10 Industrias Estratégicas demuestra que hay otra hoja de ruta. Una que se puede empezar a transitar ahora, con los recursos y el conocimiento que ya tenemos. No requiere un “gran pacto” con los CEOs globales, sino decisión política y una reforma tributaria que premie a quien invierte en el país. Lo único que falta es querer hacerlo y votar las leyes en el Congreso. Y ahí está el problema: para este gobierno, la única industria estratégica es la de la mentira.

