Donald Trump intentó exportar a Nueva York la misma mecánica de apriete que ensayó con la política argentina: si no ganaba “el correcto”, se cortaban los favores. Amenazó con recortar al mínimo los fondos federales si el “comunista” Zohran Mamdani se imponía, agitó fantasmas en redes y hasta coqueteó con un “mal menor” célebre. El votante neoyorquino respondió con una lección simple: la ciudad no se gobierna por ultimátum presidencial. Mamdani ganó y, de paso, convirtió la bravuconada en combustible para su estreno.
La escena del desenlace fue clara. Apenas confirmado el resultado, el alcalde electo se plantó en el micrófono y le habló directo a la Casa Blanca: Nueva York no se maneja con amenazas y los recursos federales no son un regalo personal del presidente. El mensaje siguió: “Trump-proof” como programa político, inmigración y costo de vida como prioridades, y una transición que arranca con señales de organización y músculo propio. A veces, el tono hace más que un decreto.
Para entender el ruido, conviene repasar la previa. En la última semana Trump subió el volumen: dijo que reduciría los envíos a la ciudad si ganaba Mamdani, insistió en llamarlo “comunista” y hasta fantaseó con alinear apoyos detrás de Andrew Cuomo tras la interna demócrata. Hay un detalle legal que lo desmiente: el presupuesto federal no se maneja con tuits presidenciales. Pero más allá del límite jurídico, el objetivo era político: etiquetar al ganador como extremo y amedrentar al electorado moderado. Ni una cosa ni la otra sucedió.
El resultado fue, además, simbólico. Nueva York eligió al primer alcalde musulmán de su historia, un demócrata de 34 años con sello de izquierda, hijo de inmigrantes, y con una biografía que no cierra el chiste fácil de “la elite de Manhattan”. La misma ciudad que Trump conoció como tablero de negocios eligió a alguien que promete precio del transporte accesible, servicios públicos reforzados y un Estado municipal más agresivo frente a monopolios. La narrativa del miedo duró lo que siempre dura el miedo cuando encuentra datos.
La etiqueta “comunista” merece su propio párrafo, sobre todo porque fue el latiguillo de campaña del presidente Trump que, hay que decirlo, copió de Javier Milei eso de ver comunistas en todos lados. Mamdani, sin embargo, es un demócrata afiliado al ala socialista del partido y un crítico explícito del statu quo financiero, pero su plataforma mira más a tarifas, alquileres y movilidad que a colectivizar verdulerías. La exageración sirvió para titular; en la urna, importó menos que el alquiler a fin de mes. El apodo quedó como meme para el feed y como prueba de que “pegar con rojos” ya no rinde lo que rendía en la Guerra Fría.
¿Quién es, entonces, el hombre del que hoy hablan todos? Nacido en Kampala, Uganda (por lo que no puede ser presidente de EEUU), llegó a Nueva York de chico, se formó en la escuela pública, se graduó en Bowdoin y se naturalizó ciudadano estadounidense en 2018. Antes de la política fue consejero contra ejecuciones hipotecarias y, ya en 2020, dio el salto grande: derrotó a una histórica en la primaria demócrata para la Asamblea estatal por Astoria. De allí a la alcaldía hubo un sprint de un año: primaria contra nombres pesados, general con competencia real, y un cierre que desmintió encuestas apocalípticas.
El día después trajo más que un festejo. Mamdani presentó equipo de transición y marcó prioridades: accesibilidad económica, defensa de comunidades inmigrantes y una administración “capaz y compasiva”. En los titulares internacionales, su victoria se leyó como contragolpe a la retórica de Washington y como mensaje de exportación: si en la ciudad más cara del país entra un programa de alivio urbano, se abre un laboratorio para mirar desde afuera. Los laboratorios, conviene recordarlo, funcionan con método más que con gritos.
Trump, por su parte, buscó cerrar la noche con la idea de que “Nueva York no adoptará el comunismo”. Junto con eso, prometió no dejar que el nuevo alcalde “destruya” la ciudad. Son frases que movilizan tribuna, pero que chocan con la matemática institucional: la caja federal se negocia con el Congreso y los recortes discrecionales terminan en tribunales. La amenaza, útil para el acto, no alcanzó para torcer un padrón que se comportó como si conociera la Constitución.
El contraste con el caso Milei es inevitable. En Argentina, el entonces presidente estadounidense operó como respaldo financiero y político para una administración amiga. Si no lo votan a Milei, no hay ayuda y todo se va a la mierda. La política neoyorquina respondió con una variante vieja y efectiva: turnout alto, coalición amplia y una dosis saludable de inmunidad al chantaje.
De fondo, queda un experimento de poder que vale la pena seguir. ¿Se puede gobernar Nueva York con un programa de mano pública fuerte y, al mismo tiempo, sin romper el puente con la economía real? ¿Se puede blindar la ciudad ante hostilidad federal y mantener inversiones sin resignar agenda social? Mamdani dice que sí y que tiene plan; ya anunció que mostrará, en escala municipal, cómo se le responde a Trump en serio, con gestión y con votos, no con adjetivos. El tiempo dirá si ese eslogan se vuelve método.

