Aunque lo vendan como un gesto “por la democracia”, el Premio Nobel de la Paz acaba de sumar otro capítulo a su saga de absurdos: se lo dieron a María Corina Machado. Sí, la líder de la oposición venezolana cuya biografía pública es, básicamente, estar en contra de Maduro y pedir la intervención de las democracias internacionales para hacer un golpe de Estado en el país caribeño.
La narrativa oficial es de manual: “lucha por los derechos democráticos, resistencia pacífica, transición justa”. Todo cierto en abstracto; todo discutible en concreto cuando el galardón parece más un pronunciamiento político occidental que una evaluación serena de logros tangibles de paz.
El timing tampoco es inocente: la premiada agradece y el tablero geopolítico aplaude, con Milei festejando en Buenos Aires. La estampa es impecable: Oslo aplaude, Washington asiente, Caracas se indigna, y los titulares se escriben solos. Si la paz fuera un índice, diríamos que hoy abrió alcista en narrativa y bajista en credibilidad.
Sumemos la parte que el dossier de Oslo no subraya: Machado y su partido Vente Venezuela firmaron en 2020 un acuerdo de cooperación con el Likud de Netanyahu. En castellano simple: afinidad política explícita con el partido que conduce la avanzada en Gaza. Para sus críticos, eso la ubica del lado del agresor en un conflicto denunciado como genocidio. No lo dice un panfleto: la propia ONU lo está discutiendo hoy con nombre y apellido.
“Pero el Nobel de la Paz premia esfuerzos del pasado”, dirá algún defensor. Perfecto. También lo dijeron cuando Henry Kissinger lo ganó en 1973 mientras Vietnam seguía en llamas —dos miembros del Comité renunciaron en protesta— y cuando Barack Obama lo recibió en 2009 antes de que su presidencia quedara asociada a la expansión de la guerra de drones. La estatuilla llegó primero; los misiles, después.
¿Ejemplos recientes de “premio y luego tormenta”? Aung San Suu Kyi: Nobel intocable por reglamento, pero despojada de honores por su silencio ante la masacre Rohingya. Abiy Ahmed: Nobel por la paz con Eritrea y, al rato, guerra brutal en Tigray. El historial deja una enseñanza incómoda: el comité acierta en el símbolo y patina en el contexto.
Volvamos a Caracas. ¿Qué “hecho de paz” nuevo se premia hoy? La oposición venezolana tuvo hitos de movilización y una primaria contundente; también persecución, inhabilitaciones y exilios forzados. Pero la paz —ese bien concreto que debería mejorar la vida de la gente— no irrumpió por Oslo. Lo que sí irrumpió fue un fallo geopolítico que ordena el relato: el Nobel como certificado de buena conducta de la oposición aliada al mundo occidental. Ahí sí, todo encaja como un guion.
Mientras tanto, en Gaza, la palabra “genocidio” dejó de ser tabú y circula en resoluciones, denuncias y portadas. Entregarle el premio a una figura con alianza orgánica con el Likud se lee —para millones— como una bofetada cínica. No hace falta estar de acuerdo con esa lectura para entender su potencia simbólica: el Nobel queda otra vez en la línea de fuego de sus propias contradicciones.
Conclusión ácida: si el Premio Nobel de la Paz fuera una marca, su eslogan de temporada diría “La paz es una opinión”. Hoy condecoró a María Corina Machado, más por lo que representa para un bloque de poder que por lo que cambió en el terreno. Y cuando el jurado convierte la política exterior en poesía moral, el resultado suena conocido: Kissinger, Obama, Suu Kyi, Abiy… y ahora Machado. En Oslo reparten medallas; en el mundo real siguen contando muertos.
La paradoja de que el inventor de la dinamita premie a la paz, se vuelve menos paradojal cuando se ve a quién le dieron los premios.