La Comisión Interamericana de Derechos Humanos citó al Gobierno argentino a una audiencia formal por el “deterioro acelerado” de la libertad de expresión. No es un hilo de X ni un rumor de pasillo: hay fecha, hay temario, hay expediente. La convocatoria apunta a que la Casa Rosada explique hostigamientos, estigmatización y palazos que periodistas vienen denunciando desde hace meses.
Para entender por qué llegamos a esto, alcanza con repasar el año. En marzo, Manuel Adorni presentó el inolvidable “botón muteador” para silenciar a cronistas en Casa Rosada: un reality show con reglas para cortar micrófonos, filtrar preguntas y hasta votar periodistas como si fueran participantes. Más espectáculo, menos rendición de cuentas.
En la calle, la película fue igual de elocuente. Reporteros Sin Fronteras (RSF) y la Federación Internacional de Periodistas documentaron golpes, detenciones y agresiones a equipos de prensa en protestas. Hubo operativos que terminaron con comunicadores heridos (con Pablo Grillo como caso emblema) y arrestados; RSF advirtió por una “creciente represión” y de un patrón sostenido. No es un exceso aislado: es un problema de Estado.
La Comisión Provincial por la Memoria, que monitorea protestas desde hace años, aportó números y casos al Congreso y a organismos internacionales. Sus informes especiales sobre el uso de la fuerza durante manifestaciones se convirtieron en bibliografía obligatoria para entender cómo se pasó de “orden público” a “periodistas como daño colateral”. Cuando hay estadísticas, la épica se vuelve menos épica.
El clima no se cocina solo: se cocina desde arriba. El Presidente instaló la consigna “no odiamos lo suficiente a los periodistas” como si fuera un sticker de WhatsApp; quedó escrito en su propia cuenta y derivó en análisis internacionales sobre la estigmatización de la prensa. Es difícil promover una cultura de respeto cuando el eslogan oficial mide engagement a fuerza de odio.
A ese marco se suma la intimidación de funcionarios de alto rango. Un ejemplo muy claro fue el episodio en el que Santiago Caputo, asesor clave del Presidente, increpó y fotografió la credencial de un reportero durante un acto público, con repudios de Amnistía y FOPEA. La línea del Gobierno fue defender al funcionario y relativizar el hecho.
Cuando no fue el hostigamiento directo, fue la represión que no distingue chaleco de prensa. En marzo, una marcha de jubilados frente al Congreso terminó como postal de manual: más de cien detenidos, decenas de heridos y un fotoperiodista, Pablo Grillo, con fractura de cráneo por el impacto de un cartucho de gas, según crónicas que siguieron el caso. No hacía falta un comunicado: bastaba con ver el parte médico.
Con ese telón de fondo, la CIDH hizo lo que hace la CIDH cuando un Estado acumula señales de alarma: cita a audiencia y pide explicaciones. Qué protocolos se usan para resguardar a la prensa en protestas, quién decidió el “mute” en Casa Rosada y con qué sustento legal, cómo se investiga a los agresores cuando los agresores trabajan para el Estado. No son preguntas retóricas, son preguntas con acta.
La ironía es fácil y amarga: el Gobierno que se autoproclama el más transparente y libre de la historia debe dar explicaciones fuera de casa por opacidad y hostigamiento a la libertad de prensa. La audiencia en la OEA no se gana con memes ni con “mute”; se atraviesa con protocolos, garantías y, sobre todo, con un compromiso público de que ningún periodista va a volver a una redacción con la cabeza rota por cubrir una marcha. La libertad de expresión no es un botón; es una obligación. Y cuando el poder olvida eso, el sistema interamericano golpea la mesa para recordárselo.