El Comíte contra la Tortura de la ONU condenó a la Argentina

La tortura avanza: Milei vota contra la ONU mientras la ONU lo denuncia por tortura

La tortura no volvió en helicóptero ni con un comunicado oficial. Volvió en una pantalla azul de Naciones Unidas donde, sobre 176 países, solo tres levantaron la mano para votar contra una resolución que reafirma la prohibición absoluta de la tortura: Estados Unidos, Israel… y Argentina. La misma Argentina del Nunca Más, de los juicios a las Juntas, de la CONADEP, decidió alinearse con los dos Estados más cuestionados hoy por torturas en cárceles y en territorios ocupados, y romper un consenso que llevaba décadas aprobándose sin siquiera necesitar votación.

Lo que se votó no fue un texto “controvertido” ni una excentricidad progresista. Era la resolución trienal de la Asamblea General que exige la prohibición absoluta e irrevocable de la tortura, obliga a prevenirla, investigarla y reparar a las víctimas. Obtuvo 169 votos a favor, 3 en contra y 4 abstenciones: Rusia, Nicaragua, Burundi y Papúa Nueva Guinea. Argentina eligió estar exactamente en el mismo casillero que Washington y Tel Aviv. No se trata solo de alineamiento geopolítico: es elegir pararse del lado de quienes hoy están bajo la lupa por Guantánamo, por las cárceles secretas, por las denuncias de torturas sistemáticas contra el pueblo palestino.

El timing tampoco es casualidad. Apenas días antes, el propio Estado argentino fue examinado por el Comité contra la Tortura de la ONU (CAT), el órgano que monitorea el cumplimiento de la Convención. El informe final habla de condiciones inhumanas de detención, hacinamiento en comisarías, falta de atención sanitaria, abusos policiales, muertes bajo custodia, detenciones arbitrarias y represión de la protesta, además del desmantelamiento de políticas de memoria. El organismo reclama controles eficaces, investigaciones serias y que se frene la impunidad, con especial énfasis en provincias como Buenos Aires, donde hasta cuestiona la actuación de patrullas municipales por fuera de la ley.

La respuesta del gobierno fue exactamente la contraria a lo que uno esperaría de un país que dice repudiar la tortura “en todo tiempo y lugar”. En vez de anunciar un plan urgente para corregir lo que el CAT denuncia, la Casa Rosada difundió un comunicado oficial rechazando “enérgicamente” las observaciones, acusando al Comité de estar “influido por grupos militantes y organizaciones kirchneristas” y calificando el informe de “sesgado ideológicamente”. En paralelo, minimizó las advertencias sobre hacinamiento, violencia policial y represión en las marchas, como si fueran exageraciones de organismos militantes y no un diagnóstico de Naciones Unidas.

En Ginebra, además, la delegación argentina no se limitó a defender la gestión actual: aprovechó para meterse de lleno en el negacionismo local. El subsecretario de Derechos Humanos, Alberto Baños, cuestionó por primera vez ante el Comité el número de 30.000 desaparecidos, habló de un “relato impuesto” y se quejó de que quien discute esa cifra es acusado de negacionista. Organismos como la Comisión Provincial por la Memoria describieron la intervención oficial como un combo de “negacionismo y hostilidad” hacia las organizaciones de derechos humanos. Es decir: mientras la ONU le marca al país que la tortura y los malos tratos siguen siendo un problema muy concreto en comisarías y cárceles, el gobierno decide reabrir la discusión sobre cuántas víctimas tuvo el terrorismo de Estado.

Todo esto pasa en la misma Argentina cuya Cancillería, en sus propias publicaciones sobre la dictadura cívico-militar, reconoce que entre 1976 y 1983 hubo un plan sistemático de persecución, secuestro, tortura y exterminio, con centros clandestinos distribuidos por todo el país y miles de desaparecidos. Ese consenso básico fue la base del Nunca Más, de los juicios a las Juntas y del lugar que Argentina supo ocupar como referencia internacional en materia de derechos humanos. Hoy, el gobierno que administra ese mismo Estado vota junto a Estados Unidos e Israel contra una resolución que reafirma la prohibición absoluta de la tortura y descalifica como “sesgado” al Comité que le recuerda sus obligaciones.

Si se mira la foto completa, lo que aparece no es un “error diplomático” aislado, sino una línea coherente con la ideología del Presidente. Javier Milei lleva años diciendo que “entre la mafia y el Estado, prefiere la mafia, porque tiene códigos, cumple, no miente, compite” o que “Al Capone era un héroe” demonizado por una regulación “estúpida” como la Ley Seca y perseguido solo porque no pagaba impuestos. Ese elogio explícito a organizaciones criminales como modelo de orden y “códigos” no es una excentricidad de campaña: es una manera de naturalizar la violencia privada y de deslegitimar cualquier límite estatal a los abusos, incluidos los de las fuerzas de seguridad.

Por eso el voto en la ONU duele de manera particular. Un gobierno atravesado por funcionarios negacionistas, que relativiza el terrorismo de Estado y se declara admirador de la “mafia con códigos”, acaba de decirle al mundo que no acompaña una resolución que pide prevenir, investigar y reparar la tortura. Lo hace justo cuando la ONU le advierte que en sus comisarías hay hacinamiento y malos tratos, que en sus cárceles hay muertes bajo custodia, que en sus calles se reprime la protesta con prácticas que pueden constituir tortura o tratos crueles. No es solo que “la tortura avanza”: es que el Estado argentino corre a ponerse del lado equivocado del mostrador. Y lo hace con orgullo.

Y ahí aparece la parte incómoda de esta historia: la complicidad social. Porque cuando Argentina vota junto a Estados Unidos e Israel contra una resolución que busca limitar la tortura, no lo hace solo en nombre de Milei, lo hace en nombre de todos nosotros. Mientras la prensa internacional reproduce informes que describen cómo Israel utiliza la tortura como instrumento de “violencia estatal institucionalizada” contra detenidos palestinos, y cómo Estados Unidos arrastra el legado de Guantánamo y las cárceles secretas, nuestro voto dice que preferimos mirar para otro lado. Si mañana esas potencias justifican “interrogatorios reforzados” para obtener información, el mensaje que sale de Nueva York es que Argentina decidió no poner su firma debajo del “nunca más” global a la tortura.

En un país construido sobre la promesa de que no íbamos a repetir el horror de los centros clandestinos, el gobierno debería ser el primero en dejar muy claro que no hay negociación posible con la tortura, ni en casa ni afuera. En cambio, se pelea con el Comité que la denuncia, relativiza las violencias actuales, pone en cuestión a las víctimas del pasado y se alinea con las potencias que más cuestionamientos acumulan en esta materia. Si no reaccionamos, el Nunca Más se va transformando en un “bueno, tampoco exageremos tanto”. Y entonces sí, la tortura avanza: en las celdas hacinadas, en las marchas reprimidas, en las fronteras militarizadas y en cada voto que el Estado argentino emite en nuestro nombre para que el mundo sea un poco más peligroso para quienes caen en manos del poder.

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Leandro Retta