En las últimas semanas se aceleró un giro diplomático que hace un año parecía improbable: Reino Unido, Francia, Canadá, Australia y Portugal anunciaron el reconocimiento del Estado de Palestina, sumándose a la ola iniciada en Europa en 2024 por España, Irlanda, Noruega, Eslovenia y Armenia. Londres formalizó su decisión con un comunicado de Downing Street; París lo proclamó en la ONU y, además, propuso una fuerza internacional de estabilización para Gaza. Con estos pasos, ya más de 150 países de la ONU reconocen a Palestina.
El telón de fondo es la catástrofe humanitaria: la ofensiva israelí sobre Gaza —que Israel justifica como respuesta a los ataques de Hamas del 7/10— dejó decenas de miles de muertos y un sistema sanitario al borde del colapso, según reportes de la ONU y coberturas en la Asamblea General. En ese marco, el reconocimiento de nuevos países a Palestina se presenta como un intento de revivir la solución de dos Estados y forzar una salida política.
El Reino Unido justificó su decisión como una forma de “mantener viva” la posibilidad de paz y un Estado palestino viable junto a un Israel seguro. La declaración oficial del primer ministro Keir Starmer marcó un quiebre con décadas de ambigüedad británica. Francia, por su parte, formalizó el reconocimiento y empujó en la ONU una hoja de ruta que incluye desarme de Hamas y una Autoridad Palestina reformada para gobernar Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este.
El movimiento no quedó en Europa occidental. Mapas y listados actualizados por agencias y medios internacionales muestran que 157 Estados ya reconocen a Palestina, con nuevas adhesiones europeas y señales desde microestados (Malta, Mónaco, Andorra, Luxemburgo) que, aunque simbólicas, refuerzan el aislamiento de quienes aún postergan ese paso.
Aun así, la reacción de Israel y de Washington fue de rechazo: Israel denunció que se “premia al terrorismo” y la Casa Blanca mantuvo su postura de que el reconocimiento debe ser parte de un acuerdo negociado. Think tanks y centros de política exterior en Londres advierten que, sin palancas adicionales (embargos de armas, medidas comerciales, condicionamientos), el gesto político puede no traducirse en cambios sobre el terreno.
Aquí asoma la incoherencia internacional que muchos señalan: frente a la invasión rusa de Ucrania, Occidente desplegó un régimen de sanciones masivo —financieras, comerciales, tecnológicas, energéticas y hasta deportivas— que recortó decenas de miles de millones en flujos con Moscú. Con Israel, en cambio, las medidas han sido parciales y fragmentarias: algunas suspensiones o restricciones de armas por parte de países europeos, propuestas recientes de la Comisión Europea para limitar preferencias comerciales, y (bajo la anterior administración estadounidense) sanciones puntuales a colonos ,luego levantadas por la nueva administración. La asimetría de respuestas es evidente.
En lo jurídico, la Corte Internacional de Justicia dictó medidas cautelares que ordenan a Israel prevenir actos de genocidio y permitir ayuda humanitaria; el expediente sigue abierto. Pero, a diferencia del caso Rusia, esas decisiones no fueron acompañadas por un paquete coordinado de sanciones económicas de gran escala por parte de las principales potencias occidentales.
Así, el mapa político cambia —cada vez más capitales reconocen a Palestina— mientras la respuesta coercitiva frente a las violaciones al derecho internacional permanece despareja. El reconocimiento en sí no detiene los bombardeos ni abre los pasos fronterizos; puede, sí, reordenar alianzas, subir el costo diplomático de la ocupación y crear condiciones para exigir medidas más consistentes: desde embargos de armas y revisión de preferencias comerciales hasta una presencia internacional que proteja a la población civil y encauce una transición política real en Gaza y Cisjordania.
En Argentina, Javier Milei tiene un alineamiento automático con Estados Unidos e Israel pero el país ya reconoce a Palestina desde 2010, durante el primer gobierno de Cristina Fernández.